Ya me perdonarán The Dearest, la presentación de su debut era un evento imperdible, pero el mismo día a la misma hora, Sarria venían a la ciudad -siendo precisos, mirando el mapa, dos ciudades a la derecha-.
The Dearest, siendo héroes locales como son, espero no equivocarme, tocarán cada dos por tres los próximos meses. Los malagueños, comandados por Nacho Sarria, a saber si volverían.
Aunque a juzgar por la nada desdeñable entrada -viernes noche en un polígono industrial badalonés lejos de todo, me esperaba una sala vacía- y por el previsible boca-oreja que se generará por los que estuvimos allí, deberían. Si banda me lee: la próxima vez traeré amigos.
No recuerdo exáctamente como conocí a Sarria. Sería cosa del algoritmo de Youtube o Spotify.

El caso es que de inmediato me sentí atraído por su propuesta, de base classic rockera, pero que juguetea con cualquier cosa (funk, new wave, bolero, todo vale, pero con mucha clase) y con un tipo al frente, de abundante pelambrera rizada, híbrido de Jim Morrison y de cantante melódico español 70s.
Cierto que a sus dos LPs hasta la fecha -«Sarria» (2021) y «El Mundo es Cruel (Pero Creo en Él) (2024)-, aún estando guapos, les falta cierto punch (¿la producción?), pero los mimbres son buenos y la personalidad que rezuman alertaron a mi sentido arácnido. Tenía que comprobar como se las gastaba esa banda en directo.
Sólo saltar Sarria a las tablas de la infravalorada Estraperlo, dos cosas quedaron claras: 1) el carisma de descampado y autodechoques de Nacho, con su camiseta de tirantes negra, pantalones de cremalleras imposibles y tatuajes talegueros, como cuando el Torete se ponía guapo para ir de fiesta, es tremendo y 2) esa banda ROCKEA.
El señor que presta su apellido a la banda canta de fábula y es un guitarrista eficaz -leo que estuvo enrolado como rhythm guitar en los stonianos Los Labios, reputada banda andaluza cuya repercusión no cruzó el Ebro-, además de ser majo y empático. Pero eso ya se podía intuir.

La sorpresa de la noche, para un servidor, tiene un nombre que no había escuchado antes: Alejandro Hidalgo. Superlativo y versatil guitar-hero, con maneras y look de miembro de los Reo Speedwagon de 1977, lo suyo fue espectacular. Increíble en los solos y repartiendo riffs, pero igualmente diestro en enriquecer y dotar de robustez a las canciones con mil detalles aquí y allí. Mutando de Robby Krieger a Ace Frehley, pasando por Neal Schon y Nile Rodgers, desde luego, su trabajo reluce infinitamente más en directo que en plástico.
Fieles a su eclecticismo, dominando todos los palos, y con toda la banda mostrando nivelazo, entre el repertorio tuvimos country rock («Mala Racha»), prog de ecos floydianos («El Camino», «Soledad»), ejercicios baladísticos («El Mundo es Cruel, (pero creo en él)»), funk rebosante de acidez («Mi Amor no se Vende (se regala)», «Química Inestable»), soft rock setentero («El Calido Paso del Tiempo», «Algo Bueno Va a Venir», «A Tu Vera») e indisimulados tributos a Doors («Gitana») y Zeppelin («Esperando al Sol»).
Incluso hubo tiempo para un bonito bolero («Rosas Negras»), mano a mano entre Nacho y Eduardo Díaz-Miguel, mago a las teclas.
Como grand finale a su hora y cuarto de show -ni falsas despedidas ni pollas- su pequeño hit, la vitalista y saltarina «Flor», con su infeccioso riff de sintetizador, en versión prolongada, y con Nacho pegando sprints, Alejandro multiplicando las poses y con el resto del combo en modo desmelenado.